Esto del regreso al racionamiento diario en Bogotá y la posibilidad de que sea más frecuente si no logramos recuperar un nivel aceptable de los embalses; así como los incendios por la sequía, que no habría sucedido de haber llegado el pronosticado fenómeno de La Niña; o los apagones de 12 horas diarias en Ecuador, entre otros hechos, me tiene pensando que además de la transición energética, sobre la cual no logramos acuerdo de cómo debe hacerse, también se necesita una transición ‘innergética’. Acéptenme la palabra inventada en spanglish porque me parece clara para explicar que la transición que pienso que también debemos hacer es una relacionada con lo que tenemos internalizado sobre lo que consideramos bienestar, lo cual determina nuestros patrones de consumo de recursos y de energía en el amplio sentido del término.
En otras palabras, me estoy preguntando si esos patrones de consumo nos garantizan el bienestar que buscamos de manera sostenible o si vivimos –quienes podemos, claro– demasiado cómodos o incluso innecesaria y peligrosamente cómodos. Me cuestiono, por ejemplo, qué de todo aquello que hacemos, adquirimos y disfrutamos es indispensable para el libre desarrollo de nuestras capacidades y para la justa evolución de la sociedad. Porque claramente no es lo mismo gastar energía eléctrica usando el computador o el celular para estudiar, para trabajar o para practicar una actividad ociosa acorde con el cuidado de la salud mental que para distraernos o quemar tiempo viendo contenidos que nada constructivo aportan a la vida.
Tampoco es igual ducharse diariamente durante un tiempo razonable por higiene y salud que hacerlo por largo tiempo o varias veces al día solo por el gusto de darse una ducha. Para ponerlo en términos financieros, en ambos ejemplos lo primero sería una inversión y lo segundo, un despilfarro. Pero como sería demasiado intrusivo en una democracia pretender que frente al despilfarro el Estado haga algo más que pedagogía preventiva e imposición de multas a quienes violen los topes de consumo, solo quedaría la autorregulación.
No obstante, mi experiencia me muestra que en la sociedad tan individualista y segmentada que hemos construido la autorregulación es una utopía. Lo es no solo porque estamos acostumbrados al ‘sálvese quien pueda’ –incluso como una manera plausible de resiliencia– sino porque en nuestra diversidad de costumbres, creencias y orígenes tenemos estándares muy diferentes entre sí para expresar conceptos como libertad, felicidad, comodidad, abundancia, entre otros.
Pienso, por ejemplo, en quienes cambian de carro o de celular cada que sale un modelo nuevo porque su poder adquisitivo es lo que marca su nivel de felicidad, o en las exageradas porciones de los platos de algunos restaurantes para satisfacer particulares conceptos de abundancia, o en quienes prenden luces que no necesitan porque ‘qué miedo tanta oscuridad’, así como en quienes desechan un producto porque ‘ya no quedaba casi nada’ y no quieren usarlo hasta el final para no pasar por tacaños.
En fin, cada quien tendrá sus propios ejemplos. El punto es que considero que para entender por qué son cuestionables esas prácticas hay que empezar por hacer una transición ‘innergética’, pues solo tomando conciencia desde nuestro interior sobre qué es lo que realmente nos falta y/o nos sobra, pensando en un bienestar no solo individual sino colectivo, podremos alinearnos para lograr un acuerdo sobre dónde está el balance entre lo que tomamos de la naturaleza y le retornamos a ella.
Claudia Isabel Palacios Giraldo