Cuando tenía 9 años hice mi primer viaje por carretera en Colombia. En un Renault 6, durante 23 días, mi papá y mi mamá nos llevaron a mis hermanos y a mí a Medellín, Coveñas, Cartagena, Barranquilla, Santa Marta, Puente Nacional, Bucaramanga y Bogotá, y luego regresamos a Palmira, donde vivíamos. Cada trayecto tenía muchas paradas: la de tanquear, la de hacer chichí, la de comer, y una que me encantaba: la de ver paisajes y tomarnos fotos.
En mi memoria quedaron grabadas montañas, cañones y precipicios de tamaño descomunal, a veces cubiertos por neblina y a veces exponiendo toda la gama posible de verdes y terracotas. A esa edad, gracias a ese viaje, se instaló en mi alma el gusto por viajar… el vicio por viajar. No éramos una familia adinerada, pero ese viaje, como una epifanía, me mostró que los recursos limitados no eran obstáculo para tener las más bellas experiencias; esas que ofrece gratis la naturaleza cuando nos dedicamos a contemplarla.
Comparto este recuerdo porque en los viajes por carretera que he hecho en los últimos años en Colombia he sentido algo a lo que he bautizado nostalgia de paisajes. Sea yendo a Barichara, a Honda, por el departamento del Magdalena, a Villa de Leyva, a Anapoima, al Huila, al Quindío, a Chingaza, a Villavicencio o a mi Valle del Cauca, el corazón se me arruga de ver cómo las montañas son devoradas por construcciones, que en unos casos son elegantes condominios o mansiones y en otros son cinturones de miseria.
Debo decir que hasta hoy me había cohibido de hablar públicamente de esa nostalgia de paisaje por temor a que quienes usan la llamada cultura de la cancelación convirtieran mi nostalgia en un insumo para el matoneo que se redujera a recordarme mis privilegios o a acusarme de una supuesta falta de empatía con quienes no tienen otra opción diferente para tener vivienda que hacerlo a costa de deteriorar los paisajes. Pero cuando hace unos días leí la entrevista que le dio para este diario a Yamid Amat el director del Departamento Nacional de Planeación, Jorge Iván González, comprobé que mi nostalgia de paisajes no es una preocupación de privilegiada. Dice González: “El principal problema de Colombia hoy es el ordenamiento del territorio… El tema de la vida es un problema de ordenamiento territorial… El país requiere una alta cirugía y eso será lo que propondrá el Plan de Desarrollo”.
A días de que se conozca el articulado de dicho plan, no puedo más que celebrar que esa sea un enfoque transversal de este. Sé que González no se refiere netamente a mi preocupación por el paisaje y que el trasfondo va a avivar la controversia de marras por la tenencia de la tierra, pero con que se logre establecer una jerarquía que funcione para determinar el uso del suelo ante la necesidad de crecimiento de las ciudades y los cambios en los estilos de vida de la gente, creo que se hará un gran avance. ¡Es que hay al menos 10 entidades del orden nacional que tienen que ver con la gestión del territorio y 19 modalidades de ordenamiento para los asuntos de suelo!, todo un festín que favorece la confusión, el fraude y la politiquería, ante lo cual la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial, expedida en 2001, ha sido insuficiente.
Si queremos ser una potencia en turismo, tenemos que cuidar el paisaje. Si queremos mejorar nuestra salud física y mental, tenemos que cuidar el paisaje. Si queremos disminuir los niveles de violencia, tenemos que cuidar el paisaje.
No hay espacio en esta columna para citar los estudios que comprueban lo que acabo de decir, pero sé que cualquiera que haya viajado por carretera y haya sentido, como yo, nostalgia de paisajes me dará la razón. ¿O no?
Claudia Isabel Palacios Giraldo