Colombia está pasando por la peor crisis de su historia contemporánea. No lo digo porque haya olvidado el miedo de la época de las bombas de Escobar, o de las tomas guerrilleras, pescas milagrosas, secuestros, masacres y desapariciones, ni porque le reste importancia a la enquistada crisis de corrupción e impunidad, sino porque a pesar de esa crítica historia que hemos vivido, ante las crisis pasadas, por lo menos yo, sentía esperanza. Ahora, en cambio, temo que no podremos salir de esto sin antes caer más hondo.
Mi explicación es que lo que nos está pasando no se puede manejar con la razón. Las emociones se imponen sobre los argumentos y están tan agitadas que no son pocos los que consideran que el caos y la anarquía son pasos indispensables para mejorar. Esos, aunque quizá no sean mayoría, tienen la sartén por el mango, es su momento. Un momento marcado por el alcance de las redes sociales, que al mismo tiempo que garantizan debates con mayor diversidad de puntos de vista radicalizan y confunden a sus usuarios, y/o les enrostran sus carencias, o aparentes carencias, al bombardearlos con las fotos y los videos de las supuestas vidas perfectas de aquellos a quienes siguen.
¿Cómo intentar cambiar ese destino de anarquía y caos, que luce inexorable? Mi respuesta está en el título de esta columna: No basta ‘ser bueno’. Si bien quienes se lamentan de su suerte –tanto los vulnerables como los privilegiados– tienen razones de peso para hacerlo, el momento que vivimos nos conmina a dar más y a quejarnos menos. La concepción de ciudadanía debe cambiar. Los derechos deben ir más claramente acompañados de deberes, y estos han de ser más que pagar tributos, trabajar duro y honradamente, no matar, no robar, etc.
Columna aparte merecería hablar de los deberes de quienes protestan, en esta hablaré solo de los de quienes pedimos que terminen el paro y los bloqueos. Ese nuevo contrato social del que muchos hablan debe implicar, desde luego, un ingreso mínimo vital, acceso gratuito o pagable a educación de calidad y a oportunidades, y otros beneficios más; pero para que sea efectivo requiere más que plata. Se necesita el relacionamiento directo entre extremos para romper las burbujas en las que todos vivimos, de manera que empecemos a vernos como seres humanos con desafíos comunes en vez de como amenazas mutuas; esas que se alimentan de estereotipos y prejuicios: el rico que teme a que el pobre lo robe o lo mate, el pobre que asume que el rico siempre quiere explotarlo. Por relacionamiento directo entre extremos me refiero al contacto, al acompañamiento, la cercanía, la escucha, y a todas aquellas interacciones que no tenemos por vivir encerrados en nuestras realidades y abrumados con nuestros desafíos individuales.
El servicio social que hicimos en el bachillerato debería ser una constante en la vida, un deber ciudadano, una obligación tan valorada y evaluada como generar ganancias, obtener títulos y todo eso que se considera indicativo de éxito. Sé que suena romántico y que algunos pensarán que países que eran parecidos al nuestro y salieron adelante, como Corea, lo hicieron depositando la responsabilidad en la inversión pública. Pero nuestra realidad es diferente, nuestra institucionalidad está herida de muerte y nuestra gente está rebasada por la rabia; entonces necesitamos una solución a la medida de este panorama tan propio. La redistribución vía impuestos e inversión es una tarea en la que el Estado ha fallado, y las donaciones, los programas de responsabilidad social o las fundaciones están bien, pero evidentemente no bastan. Entonces, nos toca ser más que ‘buenos’.
Claudia Isabel Palacios Giraldo