La salud que tenemos los colombianos cuesta mucho más de lo que pagamos por ella. Este debería ser el eje central de la discusión de la reforma que cursa en la Cámara, pero no es así, a pesar de las voces que se han atrevido a sugerirlo. Nada más esta semana, la doctora Clemencia Mayorga, delegada de la Academia Nacional de Medicina, advirtió sobre el riesgo de que la reforma fracase en su aplicación por falta de financiación y puso el ejemplo de cuánto ha aumentado lo que el Estado paga en atención de enfermedades no transmisibles, citando un estudio del Banco de la República: de $1,5 billones en 2016 a $5,9 en 2021, que serán 8 a 10 billones en 2030. Ninguna reforma, al margen de qué tan público o qué tan privado quede el sistema de salud, puede funcionar con una variación de costos como esta, que muestra solo un rubro de los muchos que se han incrementado por factores que el proyecto no está atendiendo: envejecimiento poblacional, estilo de vida no saludable y desarrollo de nuevas y más costosas tecnologías médicas. Los 2 primeros factores dependen de cada persona; no obstante, del rol de los usuarios del sistema de salud tampoco habla la reforma.
¿No será momento de discutir sobre incentivos en el monto de las tarifas de salud para quienes hacen ejercicio y procuren tener una dieta sana, así como de algún tipo de castigo tarifario para quienes tienen un estilo de vida que les conduce irremediablemente a la enfermedad? Sé que la sola pregunta crispa a quienes defienden las libertades a toda costa, pero no se trata de coartar libertades sino de crear mecanismos para que la ciudadanía se responsabilice de lo que le toca en cuanto al costo de los derechos que reclama.
Otro ejemplo: si -como lo han dicho las EPS- cada año se pierden 16 millones de consultas médicas porque los/as pacientes no asisten a ellas, nada menos que el 20 % de las consultas programadas, ¿no será momento de hablar de aumentar el monto de las cuotas que deben pagar quienes no cancelan sus citas a tiempo? ¿Por qué el costo de ese descuido, tanto en dinero como en demoras de atención para quienes sí requieren el servicio tenemos que asumirlo todos?
De lo otro que no se está hablando con suficiencia es de cómo garantizar la capacidad que tendrá que tener el gran administrador –La ADRES– para absorber las funciones que dejarán de ejecutar las EPS cuando se conviertan en gestoras de salud y vida. Lo que hemos visto hasta ahora desafortunadamente lleva a hacer malos augurios. Dos ejemplos: durante 2022 La ADRES revisó mensualmente entre 40.000 y 68.000 reclamaciones de las IPS por atención de siniestros viales vía SOAT y por recobros de las EPS. Esas cifras cayeron a 18.000 en enero de 2023, a 1099 en marzo, y a 5, ¡sí, 5! en junio de este año. ¿La razón? Cesó el contrato con la firma de auditoría y la entidad decidió hacer un proceso de contratación con más proponentes. Buena cosa en aras de la transparencia, pero mala en términos de eficiencia y sobre todo en causal de asfixia para los hospitales. El otro ejemplo es que el llamado ‘giro directo’, para hacer más expedito el flujo de recursos sin que tengan que pasar por las EPS tampoco está siendo tan efectivo. Está en 60 % para IPS púbicas y en 1 % para IPS privadas, según datos de la Asociación de Clínicas y Hospitales. Entonces, ¿por qué no hablamos de lo que toca? Seguir manteniendo la no despreciable cifra de que solo el 1% de los colombianos considera que tiene mala salud, según la OCDE, es imposible si pretendemos mantener uno de los planes de servicios en salud más onerosos del mundo con solo $130.000 pesos mensuales –la UPC de este año–, no importa si quien maneja el dinero es privado o es público.
Claudia Isabel Palacios Giraldo