Van tres ejemplos: (1) La Corte Suprema de Estados Unidos acaba de declarar ilegal la llamada discriminación positiva, que por décadas ha sido usada en universidades de primera categoría para facilitar el ingreso de comunidades étnicas minoritarias y por ende para garantizar una composición de su alumnado acorde con la diversidad poblacional del país.
(2) El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud) publicó recientemente el ‘Índice de normas sociales de género’, basado en la Encuesta Mundial de Valores, que arrojó que “la mitad de la población global todavía cree que los hombres son mejores líderes políticos que las mujeres, y más del 40 % opina que los hombres son mejores ejecutivos empresariales. Un alarmante 25 % de la población cree que está justificado que un marido le pegue a su esposa”. (3) Algunos concejales de Bogotá rechazaron que la Alcaldía izara banderas gais en el Monumento a las Banderas, para conmemorar el Día del Orgullo Gay.
Esas –y muchas otras– expresiones de rechazo a manifestaciones o políticas por las que grupos marginados (minorías étnicas, mujeres, comunidad LGBTIQ+) han luchado durante décadas y con las que han conquistado derechos que les eran negados sin justa causa son una muestra del hastío que sienten algunos no precisamente por los derechos alcanzados, sino porque consideran que el concepto de diversidad e inclusión se ha deformado. Hay quienes, aun entendiendo los fenómenos excluyentes y compartiendo la necesidad de corregirlos, ven en ciertas manifestaciones una postura identitaria extrema que consideran contraria al espíritu de inclusión que promueven quienes la enarbolan. Es decir, hombres que sienten que los derechos de las mujeres amenazan la existencia de los hombres, no solo del machismo; heterosexuales que concluyen que unas expresiones de orgullo LGTBIQ+ son una afrenta a su libertad para vivir en la intimidad familiar según su visión binaria de los géneros, no solo una manera de garantizar la no violación de los derechos humanos de esa comunidad; o blancos y gente adinerada que ven en las demandas de personas negras o de personas de bajos recursos una estigmatización del bienestar que han conseguido trabajando honradamente, en vez de una exigencia de oportunidades para cerrar las brechas de inequidad y una real disposición a aprovecharlas.
Desde luego que entre quienes derogan las medidas de discriminación positiva, entre quienes oponen resistencia a las transformaciones que supone equilibrar la balanza de oportunidades entre hombres y mujeres y entre quienes rechazan cualquier simbolismo LGTBIQ+ hay quienes son simplemente antiderechos, que están usando sus posiciones de poder para revertir logros a los que la humanidad no debe renunciar; pero veo una porción de la población siendo parte de la que podríamos llamar ‘rebelión de los privilegiados’ solo porque ven que algunos de los tradicionalmente oprimidos conciben que avanzar en sus derechos implica la destrucción de valores en los que esos ‘privilegiados’ creen y de los cuales no tienen por qué sentirse avergonzados, relacionados con la meritocracia, la familia o la fe.
Los ejemplos citados al comienzo de esta columna muestran un nuevo reto para los gobiernos y los activismos: hay que hacer esfuerzos adicionales por garantizar y evidenciar que los derechos no son una cuestión de suma cero, que se les conceden a los unos quitándoselos a los otros; sino un asunto en el que por más retadores que sean los cambios, todos deben poner y todos tienen que ganar.
Claudia Isabel Palacios Giraldo