“Otros niños fueron sorprendidos ‘jugando’ a violar niñas. Los niños persiguen a las niñas con un palo que simula ser un pene y ellas corren siguiendo el juego para evitar ser ‘violadas’ ”.
Esta vivencia fue contada por mujeres de Buenaventura en los talleres de la Comisión Nacional de Memoria Histórica. Está en el capítulo 2 del ‘Informe nacional de violencia sexual en el conflicto armado’, divulgado esta semana: ‘La guerra inscrita en el cuerpo’. Ese capítulo recoge testimonios que evidencian lo que muchos niegan: Que somos una sociedad que incuba violencia contra la mujer, en todos los ámbitos.
Liliana, de Medellín, cuenta que su hermano la tocaba desde que ella tenía 7 años y que cuando se lo dijo a sus padres la culparon a ella. Dice que eso la llevó a dejar la casa con el primer hombre que apareció, un guerrillero del Eln, quien al enterarse de lo que ella había vivido la puso al servicio de otros guerrilleros para que la violaran, incluso estando en embarazo. Cuando dio a luz, su pareja la llevó a que la cuidara la mamá; pero esta, al tener 3 meses de nacida la bebé, le dijo que volviera con su marido no obstante las súplicas de Liliana para que la dejara quedarse. La respuesta de la madre fue: “Lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre”.
Mercedes, lideresa afro, da en el punto cuando concluye que la violencia sexual no se va a solucionar con el fin del conflicto con las guerrillas porque ha estado ahí antes de que este empezara. “por eso hay que sacar la violencia sexual de lo privado, ponerla en lo público, este es un problema de educación”, dice.
Por si alguien duda de cuánta razón tiene, bastan las cifras de Medicina Legal, que, como recoge también el informe, en 2015 –cuando ya habían disminuido notablemente los delitos relacionados con la guerra con las Farc– practicó 21.115 exámenes por presunto delito sexual, en los que el agresor señalado fue un familiar, amigo o cuidador en el 88 por ciento de los casos.
“Medicina Legal practicó 21.115 exámenes por presunto delito sexual, en los que el agresor señalado fue un familiar, amigo o cuidador en el 88 por ciento de los casos.”
Este documento concluye que “los valores de inferioridad, sumisión y disponibilidad de los cuerpos femeninos que aún circulan en medios, comunidades de fe, sectores populares y de élites inflan el ideal de masculinidades guerreras y violentas, tanto dentro como fuera del conflicto armado”. Por eso es directa la relación entre costumbres arraigadas como ver con malos ojos que una mujer esté hasta tarde en la calle y el uso de su cuerpo como trofeo de guerra, incluso denigrándolo, como narra Ilda, violada por 16 paramilitares: “Después de haber pasado eso, fue una tortura muy grande; me motilaron con una navaja, me mocharon todo el pelo. Uno de ellos me metió un palo allá, me arrancó un pedazo; me jalaban los pechos, ¡me orinaban!”.
Y si bien hasta ahora se ha creído que los paramilitares fueron de lejos los que más usaron la violencia sexual como arma de guerra –4.837 casos–, este informe, que analiza casos reportados entre 1958 y 2017, revela que las guerrillas los siguen de cerca, con 4.722. En 3.973 casos el autor es desconocido y en 206 los señalados son agentes del Estado. Valga aclarar que el subregistro en este tipo de delito se proyecta enorme por causa de la vergüenza y el temor a la revictimización y a las retaliaciones.
Cierro con uno de los llamados más significativos que hace el informe: “Deconstruir las relaciones amorosas sustentadas en el dominio emocional, empoderar a las mujeres y quitarles la deseabilidad a los símbolos militares contribuirá a erradicar la violencia sexual en muchos contextos”. Adhiero.
CLAUDIA PALACIOS