Kosovo, lo posible sobre lo deseable

Este análisis me lleva a pensar sobre los desafíos de respetar los tiempos de la historia.

Voy a poner el ejemplo más cercano posible a la realidad colombiana, a pesar de que es un muy mal ejemplo. Imagínese que usted, pensando en hacer conversación sobre lo que fue la independencia de Panamá al separarse de Colombia, le preguntara a una persona de Panamá qué tan panameña se siente y que esta le contestara que no se siente panameña, que se siente costarricense o nicaragüense.

Desde luego que tanto por las causas, como por los momentos históricos la independencia de Panamá no tiene punto de comparación con la del país del que voy a hablar en esta columna, Kosovo, pero me atrevo a hacerlo solo para aterrizar el tema a algo que sea al menos tangencialmente similar en nuestro contexto. Kosovo es el segundo país más joven del mundo, después de Sudán del Sur. Nació el 17 de febrero de 2008 al declarar unilateralmente su independencia de Serbia, con el apoyo de la mayoría de países de la Unión Europea y de Estados Unidos, y pese a la oposición de Rusia. Esto, luego de que fracasaran las negociaciones para que Serbia diera más autonomía a Kosovo, hasta entonces una de sus provincias.

La Otán fungía como garante del orden en Kosovo desde 1999, cuando con un bombardeo puso fin a la guerra entre el grupo insurgente independentista albanokosovar ELK y el Gobierno yugoslavo, que era del que Serbia hacia parte en ese momento. Bombardeo que por cierto Kosovo recuerda como el día de su liberación, y que estará conmemorando justamente en una semana.

Con este contexto, al ser invitada a Kosovo por la presidenta de este país para participar en el Tercer Foro Internacional de Mujeres, Paz y Seguridad, me causó curiosidad saber cómo se siente la identidad nacional en un país que todavía no llega a la mayoría de edad. ¡Nunca había estado en un país tan nuevo! Al hacerles esta pregunta a varias de las personas de Kosovo con las que interactué a comienzos de esta semana, me encontré lo que narro al principio. Es decir, al menos las personas con las que hablé no se sienten realmente kosovares, sino albanesas, y ninguna me dijo que se siente serbia.

Kosovo limita al norte con Serbia y al suroccidente con Albania, un país con el que –en contraste con Serbia– comparte el idioma, la etnia, las tradiciones culturales y con el que se diferencia solo por el hecho de que Albania ha estado más tiempo expuesto a la cultura de Europa occidental, pues su régimen comunista terminó en 1990. En cambio, Kosovo estuvo bajo el régimen comunista mucho más tiempo, primero bajo el mariscal Tito y luego bajo Slobodan Milosevic, recordado como el Carnicero de los Balcanes. Por esta misma razón, en Kosovo hay más concentración de población musulmana, mientras que en Albania hay más diversidad religiosa. Nada de esto es tan marcado como para que los kosovares no se sientan albaneses.

Pregunto entonces por qué Kosovo al independizare no se unió a Albania, en vez de formar un país aparte. Me responden que, dadas las tensiones en los Balcanes durante finales de los 90 y principios de este siglo, si bien siempre hay quien esté dispuesto a plantear esa propuesta de unificación, moverse en esa dirección podría prender de nuevo el polvorín en la península de los Balcanes. Este análisis me lleva a pensar sobre los desafíos de respetar los tiempos de la historia, que no siempre se acompasan con los tiempos de lo que cada generación quisiera dejar como legado.

Y cuando las heridas de la guerra no han terminado de cicatrizar, como fue evidente en los muchos testimonios de sobrevivientes compartidos en el Foro de Mujeres, Paz y Seguridad, parece lógico enfocarse en lo que también es visible al recorrer Pristina, la capital kosovar: el desarrollo económico y la apuesta por abrir el país hacia el mundo. Quizá este sea un buen ejemplo de cómo optar por lo posible sobre lo deseable es más sabio que empeñarse en generar un terremoto político y social para que lo deseable se imponga sobre lo posible.

Claudia Isabel Palacios Giraldo

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