De mis recuerdos de infancia hay uno que evidencia un sentimiento natural al ser hijo/a: el temor a perder los padres. Con frecuencia lloraba en soledad al pensar que mi mamá o mi papá podrían desaparecer de mi vida. Imaginaba que morían por un accidente o enfermedad, o que me abandonaban, o que alguien se los llevaba para siempre. ¡Cómo haber imaginado entonces que un día iba a querer que mi mamá muriera! Eso, que es lo que siento hoy, me ha costado mucho tiempo aceptarlo, pero ahora siento incluso la necesidad de compartirlo. Me inspira a hacerlo la valiente Yolanda Chaparro, quien hace unos días recibió la eutanasia, y cuyo legado –espero– será aún mayor cuando la Corte resuelva la tutela en la que ella pidió eliminar el requisito de que para pedir una eutanasia un médico debe certificar que quedan menos de 6 meses de vida o que la persona está muy deteriorada.
Hace años empecé a pedirle a Dios que se llevara a mi mamá de este mundo, o mejor, que se la terminara de llevar, pues el alzhéimer ya se llevó todo lo que ella decidió ser, que es justamente como vale la pena vivir: DECIDIENDO SER.
La mujer que empezó a trabajar a los 14 años para sacar a su familia de la pobreza, la que soportó en silencio el maltrato del padre de sus hijos para que tuviéramos un papá presente; la que dejó a ese hombre violento cuando la golpeó delante nuestro, para no darnos mal ejemplo; la que con sus propias manos pegó los ladrillos de la casa en la que nos puso a vivir mejor que cuando estaba casada; la que cuando se enfermaba se ponía de mal genio porque odiaba estar limitada; la que seguía trabajando sin necesidad porque no quería depender de los hijos; la que cuando recibió el terrible diagnóstico decidió que no tenía nada y ,por ende, rehusó tener cuidadores, acatar instrucciones o aceptar prohibiciones… esa mujer llena de carácter, de energía, de proyectos se fue yendo lentamente. Cada pérdida de una de sus facultades ha sido una muerte… En cada nuevo duelo me consuelo pensando que alguien así de grande tiene que morir muchas veces para que de verdad muera. Pero mi razón me sacude de esa fantasía y me cuestiona a gritos por qué permito que mi mamá esté atrapada en ese cuerpo rígido y débil. No dejó por escrito su voluntad de morir dignamente, pero recuerdo como si fuera ayer cuando ella le decía a Dios “llévate a Sirleycita”, una tía que tenía cáncer. Este, solo uno de mis recuerdos sobre su concepto de lo que es vivir, es suficiente para tener la certeza de que morir dignamente es lo que ella hubiera querido. Por ella y por todas las personas que están o han estado como mi madre, insto al Ministerio de Salud a que cumpla con los dos fallos de la Corte que le han ordenado que modifique la resolución 1215 de 2015, en la que restringió el uso del consentimiento sustituto para aplicar la eutanasia.
Tan razonable es imponer medidas para que esto no se vuelva una fórmula para deshacerse de los viejos o desvalidos, como moderar la normativa para no condenar al sufrimiento y a la indignidad a quienes no tuvieron la precaución de anticipar su deseo de morir dignamente. Así como está permitido que los seres queridos decidan sobre una amputación o un tratamiento médico cuando un paciente no puede hacerlo por sus propios medios, debería estar permitido el consentimiento sustituto para que podamos darles a quienes amamos la despedida que merecen. Quisiera hoy estar con mis hermanos alrededor de la cama de mi madre, dándole gracias por la vida que nos dio, mientras un coctel de medicamentos la va llevando a morir sin dolor; que estar temblando de pensar en qué momento morirá ahogada o víctima de una infección, que es como sus médicos advierten que pasará. Perdóneme, mamá, por no poder darle una muerte digna.
Video Lectura de la Columna.
Claudia Isabel Palacios Giraldo