Por mi anterior columna fui tildada de xenófoba, clasista, aporofóbica, machista y misógina. Nada de eso es cierto. Por eso, a quienes usan mis argumentos para llamar a la expulsión de venezolanos o a limitar su ingreso, debo decirles que hicieron una lectura equivocada y que no cuenten conmigo.
Al contrario de sus interpretaciones, insté a ser solidarios con los migrantes –invité a donar en vaki.co/vaki/valientesgestantes y expliqué que no hay impacto negativo en darles ciudadanía a los hijos de venezolanos nacidos en Colombia–. Pero las soluciones no pueden exigírseles solo al Gobierno o a las agencias de cooperación, que ya hacen lo que pueden. La responsabilidad de una decisión individual que impacta la vida de un ser totalmente dependiente, como lo es un/a niño/a, y de la sociedad en general, no se puede evadir con el argumento de que quien la toma está en condición de vulnerabilidad.
Instar a los migrantes a tomar conciencia del impacto de reproducirse en medio de sus precarias condiciones, como lo he hecho en otras columnas con las mujeres que tienen hijos para ‘amarrar’ a sus maridos, o con los hombres que los tienen para probar lo machos que son, es un elemental llamado a entender que no funciona una sociedad llena de derechos y vacía de deberes.
Creo que si la decisión es tener hijos, incluso sin haberlos planeado, se deben priorizar los derechos del ser humano por nacer sobre los de quienes los engendran
Ahora bien, la xenofobia no la provocamos quienes documentamos una realidad y expresamos una opinión basada en ello. La xenofobia es parte, en menor o mayor grado, de cualquier proceso migratorio, pues algunos ciudadanos sienten amenazados su empleo o costumbres, entre otras cosas. Esto no justifica las acciones xenófobas, pero con rechazarlas no se soluciona el problema.
Los migrantes pueden contribuir a disipar la xenofobia si con sus acciones se ganan el afecto del país de acogida, o a exacerbarla si amenazan aspectos sensibles para la nación anfitriona. Claro, lo harán mejor en la medida en que el Estado que los recibe les brinde la atención que les permita hacer un tránsito exitoso desde su condición de seres vulnerables hacia su desarrollo pleno como individuos.
Me acusan de ignorar las convicciones religiosas o tradiciones de las ‘clases populares’, que ven en tener familias numerosas el deber ser, con argumentos como: cada niño nace con su pan debajo del brazo, si no es madre no es mujer o si no tiene muchos hijos no es tan varón. Creo que son quienes repiten esas frases los que violan los derechos sexuales y reproductivos de las personas, pues no les permiten ejercer lo que leo en la página del Ministerio de Salud sobre la definición de dichos derechos: “Derecho básico de todas las parejas e individuos a decidir libre y responsablemente el número de hijos…”.
¿Se puede decidir libre y responsablemente si las tradiciones, las religiones y las ideologías se imponen sobre lo evidente? Cuando lo que prima es la evidencia, las personas controlan su reproducción porque saben que los hijos demandan tiempo, recursos y unos niveles, en ocasiones, tan desafiantes de sacrificio y amor que deciden tener menos de los que las tradiciones o las religiones ‘mandan’ o no tenerlos.
Entonces, ¿no será que lo clasista y violatorio de derechos sexuales y reproductivos es asumir que porque una persona es vulnerable no se le puede reconocer su capacidad de reflexionar sobre su propia realidad? ¡Es como si no se viera el valor de enseñar a leer a un adulto analfabeto, con el extraño argumento de que habría que respetar que en su infancia no era costumbre enviar a los niños a la escuela! Así como defiendo el derecho a abortar porque pienso que cada quien es libre de decidir sobre su cuerpo, creo que si la decisión es tener hijos, incluso sin haberlos planeado, se deben priorizar los derechos del ser humano por nacer sobre los de quienes los engendran. Por eso repito: si no se los pueden garantizar, paren de parir.