Desde que se conoció el caso del hombre que acudió a un recurso legal para impedir que su pareja abortara he pensado permanentemente en lo que significa derecho a la paternidad. El hombre en mención sustenta en dicho derecho una solicitud que hubiera tenido como consecuencia obligar a ser madre –al menos madre biológica– a una mujer que usó su derecho a elegir no serlo, derecho que ha sido protegido varias veces por la C. Constitucional, al punto de que tiene carácter de derecho fundamental.
Veo que el derecho a la paternidad está protegido cuando las parejas se separan, para que los hombres puedan seguir siendo parte activa de la formación de sus hijos, en vez de solo proveedores. Veo también que existe el derecho a impugnar la paternidad, que se puede ejercer hasta 140 días después de que una prueba de ADN demuestre que no hay relación biológica entre el padre y el hijo. Y veo, además, que para proteger el derecho de filiación de las personas existe la investigación de la paternidad, que obliga a los padres a responder por sus hijos cuando se demuestre que lo son.
Todo lo anterior se aplica a personas, es decir, a nacidos, no a fetos o embriones que, como se deriva del fallo que despenalizó el aborto en 3 casos, si bien pueden ser objeto de protección de la vida, no son titulares del derecho a la vida, puesto que no es lo mismo una vida desarrollada (la de la madre) que una expectativa de vida (la del no nacido).
Así las cosas, el caso en mención abre un relevante desafío para la justicia, que tendrá que ponderar los fallos que han determinado que la responsabilidad compartida de los padres surge desde el momento mismo de la concepción, lo que da pie a preguntar por qué si desde ese momento el hombre adquiere deberes, no puede tener derechos.
Tiendo a pensar que la respuesta a esa pregunta está en la naturaleza: la posible afectación a la salud es mayor en el caso de la mujer, puesto que tener o no tener un hijo no solo implica efectos sobre su salud mental, que bien los puede tener el hombre, sino sobre su salud física, dado que solo la mujer puede estar biológicamente embarazada. La justicia tampoco podrá ignorar una realidad dramática de nuestro país: la paternidad irresponsable, que se evidencia en las 60.990 demandas por alimentos recibidas en 2019 por la Fiscalía, o en el aumento de 10 % en hogares con jefatura femenina entre 2005 y 2018.
Este panorama es idóneo para que cualquier decisión privilegie los derechos de la mujer sobre los del hombre en aras de equilibrar la balanza, tal como se sustenta, por ejemplo, que esté tipificado el feminicidio como delito y no el masculinicidio, pues la situación común es el asesinato de mujeres por su condición de mujeres y no el asesinato de hombres por su condición de hombres.
De otra parte, los administradores de justicia deberían considerar que la paternidad o maternidad responsable implica la concepción consensuada, por lo que no podría considerarse responsable un padre que quiera obligar a una mujer a gestar y parir, y menos aún que la exponga al matoneo mediático del caso que da origen a esta columna, reduciendo su condición de mujer a la de mera reproductora.
Cabe también recordar que la Corte ha negado demandas por tratamientos de infertilidad, con el argumento de que quienes desean ser padres también pueden solventar ese deseo por la vía de la adopción.
En todo caso, bienvenido el debate sobre paternidad responsable, que de ninguna manera puede derivar en privación de derechos para las mujeres, sino en aportar a la tan necesaria equidad de género y al bienestar de los menores de edad.