Resulta que me contactan de la Iglesia maronita de Colombia para preguntarme si tengo interés en escribir el libro de los 25 años de ordenado de monseñor Fadi Abou Chebel, exarca apostólico maronita para Colombia. Voy a una cita con él.
La conversación empieza con que le cuento que estoy estudiando una maestría en género, y su respuesta es: “¿hasta dónde van a llegar con eso de que cada quien puede escoger el sexo?”. Le explico que la maestría no se trata de eso, pero me doy cuenta de que no hay caso; para él, la palabra género es per se una mala palabra. Me pregunta entonces que si soy casada. Le respondo que me casé en diciembre, por la Iglesia, luego de anular mi anterior matrimonio católico. Me dice: ¡entonces, usted es creyente! Respondo que sí, pero que tengo serias críticas a ciertos aspectos de la Iglesia. Me pide que le explique y le digo que rechazo la política hacia los curas pederastas –por suerte y por fin ya cambiada por el papa Francisco– de que los sacerdotes no se denuncian entre ellos porque son “familia, y un padre no denuncia a su hijo ni un hijo a su padre”.
Entonces, con el cinismo del más hábil, evade mi argumento y se limita a preguntarme qué haría yo si encontrara a mi hijo con otro hombre en la cama. Le respondo que nada, porque si mi hijo fuera homosexual respetaría su preferencia y porque eso no es un delito, como sí lo es la pederastia de la que yo le estaba hablando. Me increpa: “Pero si usted es creyente, debe saber que Dios hizo hombre y mujer. Además, la homosexualidad es anormal”. Le digo que el hecho de que una porción minoritaria de la población sea homosexual no quiere decir que eso sea una anormalidad, sino simplemente que es algo menos común que la heterosexualidad, y que no hay razón para juzgar a las personas por eso. Antes de abrir la puerta, pues el timbre suena en ese momento, me dice que esa es mi verdad, pero no la verdad de Dios.
El recién llegado, sin sospechar el tema sobre el que conversábamos monseñor Fadi y yo, me dice que han pensado en mí para hacer el libro porque soy de las “pocas periodistas de este país con tantas virtudes”. Cuando puedo, interrumpo su entusiasmo para ponerlo en contexto y le digo que si el propósito del libro es limitarse a hacer un registro de lo que ellos quieren mostrar, definitivamente yo no soy la persona indicada porque soy muy preguntona y sigo mi criterio periodístico y no el libreto que alguien tenga armado.
Monseñor Fadi dice que no quiere un libro para que lo “llenen de incienso”, pero que mi interés es distinto al de ellos. Como estamos de acuerdo, agradezco el interés, le advierto que ningún periodista serio se prestará para su propósito, me despido y salgo pensando que con ‘enviados de Dios’ así resulta milagroso que todavía tantos queramos seguir siendo católicos.
Pienso en los hallazgos y conclusiones de Frédéric Martel, el periodista francés de quien presenté su obra Sodoma –en la reciente feria del libro–, en el que devela, con pruebas, la homofobia que impera en el Vaticano a pesar de que buena parte de sus miembros –al menos un papa incluido– son homófilos y muchos de ellos practicantes… con novio unos, con prostitutos otros.
Mientras voy manejando de vuelta a mi casa, repaso la lista de curas que conozco y también la de monjas, como las Bethlemitas que me educaron en el Sagrado Corazón de Palmira, y encuentro un oasis espiritual en las vidas ejemplares de algunos de ellos y de ellas… y, entonces, empiezo a fantasear con la idea de un nuevo cisma. ¿Habrá llegado el momento?