Al señor Víctor Escobar, un comité médico le negó hace unos días el derecho a morir dignamente. Ese comité, que evaluó la solicitud que su médico tratante inexplicablemente no procesó cuando la hizo hace dos años, consideró que el padecimiento de Víctor no justifica la eutanasia porque lo que tiene no es una enfermedad terminal. Si bien puede tener razón, el Ministerio de Salud en las resoluciones 1216 y 825, en las que habla del derecho a morir dignamente, expone que con cuidados paliativos y limitación del esfuerzo terapéutico, una persona como Víctor podría tener derecho a recibir un procedimiento para dejar de vivir.
Ahora bien, definamos vivir, pues para quienes entendemos la vida como algo más que un conjunto de funciones biológicas, lo que él está padeciendo no es vida. Escupir sangre permanentemente, sufrir fuertes dolores todo el tiempo y no poder hacer casi nada sin ayuda de su esposa y de oxígeno limita por completo el desarrollo libre de su personalidad, como ejecutar acciones que le den sentido y plenitud a su existencia. Es decir, Víctor vive, pero no VIVE.
Este caso evidencia cuán urgente es que el Congreso dé luz verde al proyecto para reglamentar la eutanasia, ya aprobado en primer debate en la Cámara de Representantes, pues si bien este procedimiento fue elevado a la categoría de derecho fundamental por la Corte Constitucional en una sentencia de 1997 y ha sido defendido en posteriores fallos, la realidad es que es un derecho negado a la mayoría de las personas que lo requieren. La Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente asegura que por cada solicitud formal y aceptada en comité son negadas tres, y que a comité solo llega 1 de cada 10, pues las propias familias y/o lo/as médicos se niegan a recibirlas, en ocasiones porque la línea entre eutanasia y homicidio es tan delgada que algunos prefieren no meterse en el asunto.
El proyecto en curso tiene a su vez avances y retrocesos: agrega explícitamente que la eutanasia sería accesible no solo en enfermedades terminales, sino en enfermedades incurables con pronóstico de muerte, pero limita a los 18 años la edad para solicitarla, al contrario de la resolución del Minsalud sobre eutanasia para menores de edad. No obstante, es un avance que ojalá llegue a ser ley y abra el camino a otras discusiones, como la de la eutanasia por consentimiento sustituto (el que tomaría la familia cuando el/la paciente no puede hacerlo o no lo dejó expresado antes de quedar impedido/a para hacerlo) y el suicidio médicamente asistido.
Sé que esto suena escabroso para quienes anteponen sus creencias religiosas o tienen un concepto de vida que prioriza el existir sobre el vivir a plenitud (o el vivir sobre el VIVIR), pero, respetando sus puntos de vista, creo que plantear estos debates nos sirve para revisar la manera como abordamos problemáticas sociales que sí nos conciernen a todos, a diferencia de la eutanasia, que solo debería ser asunto de quien la desea y unos cuantos de quienes le aman. Pensemos, por ejemplo, si hay coherencia entre el aprecio por la vida que muchos dicen defender para oponerse a la eutanasia o al aborto, y la vehemencia con la que algunos piden penas de cárcel o ‘bajas’ ante el desafío de enfrentar la delincuencia. Apreciar la vida tiene más que ver con propender a que cada ser que llegue al mundo tenga lo que requiere para desarrollar su potencial sin dañar a nadie que con asegurarse de que todo embrión nazca; y, sin duda, con respetar la autonomía de a quienes no les basta con existir. Ello/as seguramente entienden mejor lo que dice la recién galardonada con el Premio Nobel de Literatura, Louise Glück, en su poema Averno: “…You die when your spirit dies, otherwise you live”.
Claudia Isabel Palacios Giraldo