He tratado de procesar lo de la posibilidad de tener que estar tres meses en aislamiento obligatorio, pero no lo logro. Me resisto a creer que en un mundo lleno de inteligencia (humana y artificial) esa sea la mejor alternativa ante el reto de afrontar la pandemia del coronavirus. Ni China, superándonos, incluso per cápita, en muertos y contagiados, estuvo tanto tiempo confinada. Y aunque lo hubiera hecho, sus condiciones son muy distintas a las nuestras. Desgraciadamente, nosotros tenemos los ingredientes por excelencia para una explosión social, cuyas consecuencias temo peores que la potencial afectación de la salud por el coronavirus: 5’700.000 personas viviendo del trabajo informal, 27 % del total de la población por debajo de la línea de pobreza y un desprecio por las instituciones y quienes las representan, que atenta contra el sano y necesario ejercicio de la autoridad.
Bajarle la temperatura a la economía es aterrador, pues quienes más van a sufrir son los pobres, cuyo sustento básico diario depende de que el aparato productivo se mueva, trátese de lo que consigan con su propio esfuerzo o de lo que reciban en subsidios. Bogotá cumple hoy dos semanas de cierre y, no obstante el notable liderazgo de la alcaldesa, de las sanas finanzas de la capital y de la solidaridad de muchos, los periodistas seguimos encontrando gente a la que no le ha llegado la comida a su casa, en parte por la magnitud del desafío logístico que esto implica. Y en la medida en que se extienda el aislamiento, más gente se sumará a esta situación –los nuevos pobres– y más desesperados estarán quienes llevan más tiempo viviéndola.
De manera que confinarnos por tres meses suena más a poner en el fogón una olla a presión rebosada que a cuidar la vida. Lo que esta pandemia nos vaya a costar no debería medirse en empleos y poder adquisitivo perdidos, sino en lo que sea que valgan los aparatos para tomar muestras de covid-19 a la mayor cantidad posible de personas, de manera que se pueda garantizar que los potenciales infectados sean (o seamos) los que tengan que seguir confinados; pero que los demás, con las debidas precauciones, salgan (o salgamos) a producir.
No quiero dar a entender que como estábamos todo estaba bien. ¡No! Sin duda, estos días de más tiempo en familia, mayor virtualidad para trabajar, más dependencia de los domicilios, más tiempo para pensar cómo apoyar a quienes no tienen los medios para soportar este periodo sin pasar necesidades, de ver aguas cristalinas donde hasta hace 15 días veíamos un oleaje oscuro y espeso, o animales silvestres en otrora congestionadas calles, nos habla… nos grita que debemos buscar otras formas de vivir… Si alguna duda quedaba de que la especie humana es una plaga, la covid-19 la despejó.
Pero, así como se trata de no desaparecer como especie dejando que el virus arrase con buena parte de la población, también se trata de no desaparecer lo que nos hace humanos: la capacidad de crear, de usar nuestros talentos en generar bienes y servicios para el mundo, entendido este, por fin, como un mundo no solo para las personas sino para todos los seres de la naturaleza. Para eso es necesario salir a la calle… salir a vivir.
Pregunta: ¿Por qué si esta es una pandemia, cada país está implementando sus propias soluciones? ¿Si una pandemia es algo global, la solución no debería ser global? Entonces, ya que una parte de la solución es el confinamiento, ¿por qué no se hace este en todo el mundo al mismo tiempo? ¿OEA, Prosur, ONU, Alianza del Pacífico, G20, etc., algo qué decir sobre esto? Sería una estupidez que por no tomar una decisión mundial, tengamos que retomar los confinamientos apenas reabran los aeropuertos… ¿Qué pensarán las aerolíneas sobre esto?
Claudia Isabel Palacios Giraldo