Rafa, el inventor

Se sumará a la lista de 102.000 niños que han abandonado el colegio desde que empezó la pandemia.

Tiene 10 años, está en quinto de primaria, quiere ser inventor. En realidad, ya lo es. Su invento más reciente lo creó y fabricó al inicio de la pandemia: un castillo de cartón para su gata Flor, meticulosamente diseñado para que Morocha, la perra, no pudiera entrar a importunar a su mascota. Hace unos años había hecho un cajero automático, con suficientes botones, ranuras y mecanismos para manejar dinero en cheque y en efectivo, tanto en monedas como en billetes, fueran pesos o dólares. ¡Quién podría resistirse a hacerle una consignación!

Vive en un paraíso, una de esas zonas rurales de Colombia, con ese verde exuberante que oxigena los pulmones y el alma. El mejor entorno para una niñez colmada de experiencias que incentiven su creatividad. Solo hay un problema, aunque antes de la pandemia no lo era, pues sin covid-19 en el ambiente no tener buena señal de internet era casi una garantía de que los videojuegos, las redes sociales y la oferta de entretenimiento digital no le robarían la atención y el tiempo que podría dedicarle a imaginar y crear nuevos inventos.

Todo cambió. La baja conectividad lo dejó por fuera de muchas clases y frustrado hasta las lágrimas por perder el conocimiento que sus profesores/as trataban de dar virtualmente. Rafa, el inventor, ahora llena guías para comprobarles a sus docentes que está… “aprendiendo”, pero hace cada vez menos preguntas y la curiosidad con la que hasta hace poco impacientaba se ha ido aplacando. Ya no hay caso, ni la imperante mejoría de la señal de internet solucionará el problema. Sus padres se han quedado sin recursos para pagar la mensualidad, y el colegio no ha encontrado suficientes herramientas para mantener a sus estudiantes motivados en aprender.

¿Tiene sentido acumular una deuda por un servicio que está menguando el gusto por el conocimiento? No, le digo a mi hermana, que es la mamá de Rafa, aceptando con tristeza que su decisión de sacarlo del colegio es la correcta. Rafa se sumará a la lista de 102.000 niños y niñas que han abandonado el colegio desde que empezó la pandemia, pero todos en su familia nos encargaremos de que siga aprendiendo mientras esté desescolarizado. Quizá ahora, sin guías por llenar, tenga ganas de fabricar los regalos a los que nos tiene acostumbrados, como el elástico tejido con trapo reciclado “para que te agarres el pelo, tía”. Como buen inventor piensa ante todo en la utilidad de sus inventos y en la satisfacción de sus usuarios.

Rafa tiene suerte, su madre y su abuela paterna han sido docentes por muchos años, no le faltarán maestras, aunque su madre tendrá que triplicar sus jornadas para ejercer ese rol de cuidado por el que no recibirá remuneración. Quiero pensar que la suerte de Rafa es la de todos los estudiantes que han dejado el colegio, y también quiero pensar que este golpe que la pandemia le ha dado a la educación formal nos llevará por fin a transformar el sistema educativo en uno más pertinente para la generación en crecimiento. La deserción escolar ya existía antes de la pandemia, y aunque venía en declive, este es un indicador de cantidad –no despreciable, por supuesto–, pero la calidad es otra cosa.

Rafa pronto será un joven, queda poco tiempo para ofrecerle la educación que le permita ser un joven concentrado en sus inventos y esperanzado en su futuro, y no uno que tenga que unir su voz a la de los miles de jóvenes de esta generación frustrada por las promesas incumplidas, las trampas de la desinformación y, ahora, por los estragos de la pandemia. A quienes debemos asumir el reto de crear esa oferta, nos viene bien esta frase de Benjamin Franklin: “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”.

Claudia Isabel Palacios Giraldo

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