Viendo la candidez y el individualismo en la forma como algunos colombianos, muchos quizá, han asumido la pandemia del coronavirus, me he preguntado muchas veces qué nos hace tan… tontos. A quien no se sienta aludido le pido que pase por alto este señalamiento, pero a quien sí, aunque le ofrezco disculpas por no encontrar una palabra amable para referirme a su comportamiento, lo insto a que considere qué lo hace resistente a acatar el llamado de las autoridades médicas y del Gobierno para que esto acabe lo antes posible.
¿Qué pasa por la cabeza de personas como los jóvenes que hicieron un escándalo por tener que graduarse sin ceremonia grupal, los rumberos que aseguraron en un medio de comunicación que no les importó salir a una discoteca atestada de gente porque “a mí no se me va a pegar eso”; los que, a bordo de un avión, empezaron a toser y dijeron tener coronavirus sin tenerlo, solo para divertirse con el pánico y furia que desataron entre los pasajeros; las más de 100 que han llamado a la congestionada línea 123 para hacer bromas sobre esta situación; todos aquellos que aprovechan el menor tráfico vehicular para salir a hacer diligencias que no son indispensables o que pueden ser aplazadas, o los que con cara de viveza salen de los supermercados cargados con el papel higiénico y desinfectante que necesitan para un año, sin pensar que a otros les puede estar haciendo falta?
El egoísmo, la malicia, la chabacanería y la desconfianza en la autoridad nos tienen condenados a ser un pueblo chiquito y, peor aún, con ínfulas de grandeza. Casi que de estas personas habría que decir que requieren domesticación, pues para la educación, esa que nos esmeramos en darles a los niños pequeños para que sean ciudadanos de bien, se requiere un nivel de raciocinio y de conciencia que es invisible en los comportamientos listados.
Ante esa necesidad de domesticación, urge entonces autoridad, pero en nuestro país la falta de ella, minada por la permanente ridiculización y desinformación sobre las figuras que representan las instituciones, y claro, por sus propios palos de ciego, es la gota que rebosa la copa en medio de una situación de emergencia como la que enfrentamos.
A todos los descreídos, por mero ejercicio cívico, los invito a invertir un poquito del tiempo que dedican a la sorna, los memes y la sobradez, en seguir la información de un organismo como la OMS, que no en vano tiene un presupuesto anual de US$ 2.200 millones y nos viene alertando sobre lo que debemos hacer ante el virus/pandemia desde que este comenzó. Y también, aunque este gobierno no sea santo de su devoción, los invito a atender las directrices que emite para minimizar el riesgo de contagio, ya que, aunque usted se sienta inmunizado, el efecto rebote que tendrá la ralentización económica sobre el bolsillo de absolutamente todos es inesquivable.
En todo caso, así como van las cosas, ante la incertidumbre sobre el tiempo que pasará antes de que podamos retomar nuestra vida habitual, si es que podremos hacerlo, el posible borrón y cuenta nueva que nos toque hacer en muchos sentidos debería servir para reinventar nuestra manera de ser individuos, de forma que entendamos que nuestro bienestar personal está inevitablemente relacionado con el bienestar del entorno y de cada uno de sus protagonistas… puede ser que así, como lo dije en mi anterior columna, el coronavirus nos deje algo bueno: además de volvernos más limpios, podríamos quedar menos… tontos.