La generación de la esperanza está viviendo tiempos difíciles. Trátese de los X, los Y o los Z, o de los de Colombia, Chile o Perú, aquellos que se llenaron de ilusión por las promesas de cambio están teniendo que enfrentar un helado baño de realidad, pues aunque cambiaron los políticos, no cambió la política. Y es que la ilusión con la que casi un 56 % de los chilenos eligió a Boric, un 50,1 % de los peruanos votó por Castillo y un 50,4 % de los colombianos le dio la victoria a Petro no se compara con la de quienes votaron para elegir a los líderes de la anterior ola de izquierda de la región.
Es decir, una cosa fue votar por Ollanta Humala o por Bachelet, que, si bien eran líderes de izquierda o de centroizquierda, no encarnaban lo mismo que Pedro Castillo o Boric. Estos últimos realmente fueron outsiders, que como candidatos lograron que millones de personas restablecieran la confianza en la política. No obstante, en buena parte por la falta de preparación de esos líderes para gobernar, por la forma como estos subestimaron a sus oponentes y en alguna medida por la ingenuidad de los propios electores, que esperaban cambios inmediatos como si se tratara de hacer milagros, esos votantes cayeron en la decepción con la misma rapidez con la que creyeron en el cambio. Ahora, con las particularidades del menú colombiano, les pasa lo mismo a muchos de ‘los nadies’ que creyeron en Gustavo Petro. Las revelaciones sobre presunto ingreso de dinero sucio a la campaña y sobre interceptaciones ilegales han rebosado la copa de quienes ya la venían llenando por la limitada capacidad para concertar en un gobierno que se suponía de coalición, por el deterioro de la seguridad, por el poco cambio en la protección de los derechos humanos, por la falta de coherencia con las promesas de campaña –como las de cultura o las de género–, por confrontaciones innecesarias, como la del cambio del diseño del metro de Bogotá; o estigmatizantes, como las sostenidas con algunos medios y periodistas.
¿Qué hacer con la frustración de quienes tuvieron y aún tienen la legítima ilusión de un cambio? Lo primero es exigirles a los oportunistas que dejen de avivar el llamado a que el Presidente renuncie. ¡Qué les pasa! Dejen que las instituciones hagan su trabajo, que investiguen y que resuelvan. Ese sería el mínimo gesto de respeto por la democracia y por las más de once millones de personas que votaron por Gustavo Petro y Francia Márquez. Pedir que renuncie es hacer lo que antes criticaron: incendiar el país; por otros medios, pero incendiarlo igual. Lo segundo es pararse una década más adelante en la historia y pensar cuál podría ser la evolución de la democracia y de la sociedad en un país –y en un continente– donde el cambio fue una promesa incumplida que desplomó las altas expectativas de la ‘generación de la esperanza’. Me temo que será una sociedad más apática, menos ‘liderable’, más frustrada, en la que no quisiéramos vivir. Por lo anterior propongo que lo tercero sea aprovechar la desesperanza para madurar nuestro sistema político y nuestra manera de ejercer ciudadanía. Respecto al sistema político, está visto que los mecanismos de participación convencionales -entre los que están tanto el voto como la protesta social- se quedaron cortos. Hay que pensar en unos nuevos, donde el diálogo con las ciudadanías sea permanente y donde los grupos políticos no tengan que constituirse en mafias o canibalizarse para poder incidir. Y respecto al ejercicio de la ciudadanía, pienso que es oportuno abrirles espacio a conversaciones sobre ciudadanías responsables, en las que se respeten los cada vez más diversos estilos de vida, pero sin vulnerar un principio básico de convivencia y realismo: el equilibrio entre los derechos y los deberes. ¿Alguna otra idea para enfrentar la desesperanza?
Claudia Isabel Palacios Giraldo