Gastamos una parte de nuestro presupuesto y de nuestro tiempo en definir nuestro aspecto físico. Decidimos llevar el pelo corto o largo, pintado o con canas, ir informales o de etiqueta, porque eso habla de nuestra forma de ser: fresca, acartonada, moderna… Queremos entonces que ‘la pinta’ sea un soporte o, incluso, la plataforma para comunicar lo que somos y para que quienes se relacionen con nosotros sepan incluso cómo no abordarnos. Podemos usar ‘la pinta’ para eso porque hay un cierto consenso respecto a lo que significa ir vestido de tal color o con determinado diseño o tela. Por eso, aunque la ropa no nos hace, sí nos define.
Además, vinculamos todo eso con características muy importantes como madurez o inmadurez, seguridad o inseguridad, calidez o frialdad, entre otras cosas. Por eso no es menor, ni meramente frívola, la discusión sobre la ropa que lució María Juliana Ruiz en su rol de primera dama durante la visita oficial a la Casa Blanca. Nada que invite más a opinar y a ser objeto de críticas que la estética. Por algo no nos gusta caminar por una calle porque ‘está como fea’, o nos alejamos de determinada persona porque su apariencia desarreglada nos parece ‘sospechosa’, u opinamos que alguien está como ‘dejado’ porque engordó.
Pero tampoco es tan mayor el asunto como para desdibujar una visita oficial, menos aún con temas tan importantes sobre la mesa, por una combinación no muy usual de colores y diseños.
Entonces, ¿cuál es el punto asertivo de crítica sobre el vestido de una primera dama? Lo primero debe ser desvincular la apariencia de la moral y de la intelectualidad. Así como es incorrecto y muy peligroso creer que una mujer que usa una falda que nos parece corta está buscando sexo, es también incorrecto asociar la inteligencia con el uso de una prenda, al margen de lo bien o mal que esta luzca en determinado cuerpo. Y es, por supuesto, un irrespeto pasar de la crítica al matoneo, pues este invade el espacio emocional de quien es blanco de ella. El problema no es el humor, sino la ridiculización, –como lo que he dicho en columnas anteriores–. La ridiculización estigmatiza, desorienta, hiere, alimenta rencores. Lo segundo es que si bien es instintivo reaccionar por lo que se ve a primera vista, es buen ejercicio no verbalizar el primer pensamiento… y en muchos casos, ni el segundo. Esa cautela sirve de protección tanto para quien inspira ese pensamiento como para quien se aguanta las ganas de opinar lo primero que se le viene a la cabeza, que puede así ahorrarse una rectificación, unas disculpas o esa resaca moral que da cuando uno sabe que ha hecho daño.
Dicho esto, y para quienes al oír el nombre de María Juliana Ruiz piensan en una chaqueta verde claro con un vestido de lana bicolor, los invito a que piensen en abogada, con maestría en leyes y negocios internacionales, que mientras estudiaba en París fue au pair, profesora de salsa y trabajaba en un restaurante, que a la OEA entró como practicante e hizo tan buen trabajo que llegó a ocupar un cargo de alto nivel para el secretario general; que lideró el departamento jurídico y de talento humano de una IPS. Y que como primera dama trabaja por mejorar la nutrición de la niñez y la juventud, sus habilidades y entorno socioafectivo.
Además, que es madre de tres hijos pequeños, con la consideración que ello debe merecer, y la compañera de un hombre de quien no por ser su esposa es su copia.
Al margen de lo anterior, las primeras damas no tienen que ser íconos de moda. Si tienen ese propósito y les sale bien, como a Tutina, OK, pero si no, ¿qué? Lo importante es lo que alguien me dijo cuando estaba empezando como presentadora de noticias: “Que lo que uses no resulte siendo más importante que lo que dices”.