En estos tiempos en que los algoritmos nos llevan a creer que lo que pensamos y hacemos es lo natural y plausible, requerimos involucrar en nuestra cotidianidad un ejercicio que podría ser llamado encuentro con contradictores. Necesitamos esto para bajarnos de la nube en que vivimos cuando solo nos seguimos y relacionamos con quienes piensan similar a nosotros, sin pretensión distinta a la de no destruirnos si no logramos encontrar puntos de acuerdo. Pienso esto a propósito de dos episodios recientes del acontecer noticioso.
Por un lado, debo reconocer que, aun estando de acuerdo con la decisión de despedir al director de la Escuela de Policía Simón Bolívar, de Tuluá, por aquel absurdo episodio de la representación de la Alemania nazi como parte de un programa de formación en historia universal, no dejo de pensar en ese coronel con cierta compasión. Los detalles que han trascendido hasta ahora sobre el caso evidencian que no se trató, a pesar de que así lo calificó el propio director de la Policía, de apología del nazismo, sino de una actividad que pretendía ser pedagógica, en la que a todas luces faltaron ponderación e inteligencia.
No se puede enseñar en una escuela de policía de la misma manera que se haría en una escuela infantil, haciendo dramatizaciones pueriles y usando símbolos con semejante significado histórico como si se tratara de inocentes disfraces de Halloween. Eso, indudablemente, tenía que acarrear un costo para sus promotores, pues de lo contrario se hubiera dado un mensaje que no solo afecta la imagen de una institución que en materia de aprobación ciudadana está en cuidados intensivos, sino que ridiculiza al país ante el mundo, y da insumos a quienes quieran justificar arbitrariedades y hasta crímenes. Pero quedarnos en que rueden cabezas es caer en el engaño de que ‘muerto el perro, acabada la rabia’. Como mínimo, y siendo benevolente, hay que abordar el caso como una evidencia de que la falta de sentido común es un detonador de situaciones desafortunadas, que puede explicar otros desaciertos dentro de la institución. El sentido común se pierde fácilmente si el universo se limita a grupos de subordinados, admiradores o áulicos. Toca entonces calibrarlo rutinariamente con quienes están en otras orillas del pensamiento, y por ende hay que propiciar esos espacios de encuentro, pues no se dan de manera natural.
De otra parte, la absolución del joven Kyle Rittenhouse, procesado por haber matado a dos personas y dejado herida a otra durante las protestas del movimiento Black Lives Matter, el año pasado en Kenosha, Wisconsin, también me deja esa sensación de lo que no soluciona nada. Quiero pensar que quienes celebran que haya quedado libre de todo cargo reconocen, aunque sea en el fondo de su conciencia, que esa victoria tiene sabor a derrota, pues si bien sirve para que el muchacho no pase el resto de su vida en la cárcel, también hace un gran aporte a la incubación de un justificado resentimiento que está estallando. Aun con todas las argucias legales con las que el abogado lo salvó de ser condenado, el caso Rittenhouse debió haber acabado en algo que sirviera para ir más allá de lo que ya sabemos: si hubiera sido un joven negro que mata a un blanco en las mismas circunstancias, ya estaría condenado o muerto.
Estados Unidos está lleno de ‘Rittenhouses’ que se relamen por desempeñar una hazaña similar, en nombre de una visión del mundo que se hereda y se multiplica sin cesar: la de los vencedores, que representan el bien, y los vencidos, que representan el mal. Esa visión binaria y sin matices de la realidad ha causado caos y odio y ha costado muchas vidas. El ejercicio cotidiano que propongo debería servir para transformarla en una en la que las diferencias no produzcan enemigos, sino respetables contradictores.
Claudia Isabel Palacios Giraldo
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