Estamos en la era en la que para poder saber la verdad se sacrifica justicia y se premia a quienes han violado los derechos humanos. Esto hace parte de los famosos sapos que tenemos que tragarnos a cambio de vivir en paz o por lo menos de tener esa ilusión. Con sapos y todo, esta es una era que ha marcado un gran avance, pues antes de la Corte Penal Internacional –que entró en vigor en 2002 en cumplimiento del Estatuto de Roma promulgado en 1998 por la ONU– las paces se hacían con perdón y olvido, como en España, o con punto final, como en Argentina.
O sea, no solo no había justicia o eran muy pocos los sometidos a ella, sino que no había manera legal de que las víctimas supieran la verdad, ni de que los victimarios repararan por lo que hicieron. Pero esos avances en verdad y reparación resultan claramente insuficientes para el propósito superior, que es vivir en paz. Pienso en esto porque se han juntado en pocos días algunos hechos que evidencian las deficiencias y/o vulnerabilidades de los dos sistemas de justicia transicional que ha creado Colombia desde que existe la CPI: el regreso de Mancuso –quien quedará en libertad– y el disgusto de los firmantes del acuerdo de paz con las Farc hacia la JEP –el tribunal que los juzga–.
A estos hechos se suma el de las puertas que les ha abierto el proceso de ‘paz total’ a varios de los que firmaron dicho acuerdo de paz, pero que se volvieron disidentes. Es decir, tres realidades que muestran que para quienes firman la paz política no solo hay o se pretenden segundas sino terceras oportunidades y hasta más. No tengo duda de que sin esas oportunidades, recogidas en las respectivas justicias transicionales de esos procesos, no se habrían desmovilizado ni los paramilitares ni las Farc, pero es claro que a pesar de toda la sangre que ha dejado de correr gracias a los acuerdos con esos dos grupos armados al margen de la ley, no tenemos ni paz, ni ilusión de paz. O por lo menos yo ya no la tengo. Y por eso es que me pregunto: ¿cuántas oportunidades merece la paz? Mi respuesta sigue siendo que todas las necesarias, pero siempre y cuando la búsqueda de la paz política vaya acompañada con igual relevancia por la búsqueda de la paz social.
Por eso, si bien todos nuestros presidentes tienen la responsabilidad constitucional de buscar la paz y lo han hecho priorizando la paz política, es decir, la que involucra a grupos armados que desestabilizan al Estado, se quedan cortos en la búsqueda de la paz social. Y claro, todos han desarrollado políticas para avanzar en justicia social –impositivas, subsidiarias, de inversión focalizada o discriminación positiva– que son indispensables para esa paz social, pero que con nuestros recursos limitados y nuestra imperante corrupción se quedan cortas ante lo que implica pacificar la sociedad.
¿Podremos lograr esa paz social a nuestro modo o será necesario un complemento a la Corte Penal Internacional que eleve el mandato de esa paz social y nos ponga en una nueva era de justicia y de paz? ¿Tendremos también que tragarnos sapos en nombre de esa paz social?, ¿cuáles? ¿Hasta qué punto ese tratado debería trascender su relacionamiento con los Estados e involucrar a los individuos? No sé si es por ahí la cosa, pero percibo que el agotamiento y la incredulidad de la sociedad sobre el anhelo de paz le hacen mucho daño a la búsqueda misma de la paz, y apostaría a que, como pasa en las realidades de la vida cotidiana –un hijo al que no se le vuelve a dar permiso porque incumplió varias veces el horario de llegada, un empleado al que se lo despide porque no logró objetivos a pesar de tener varias oportunidades–, el promedio de la gente no respondería “todas” a la pregunta ¿Cuántas oportunidades merece la paz?
Claudia Isabel Palacios Giraldo