Según mi plan de trabajo debí terminar esta columna a las 12 m., pero son las 5 p. m. y apenas voy a empezarla. Me pregunto si me está pasando aquello de que en el aislamiento se reduce la productividad, pero veo que eso solo es cierto si esta se mide como monetización de las actividades, pues veo que quienes cocinamos, lavamos y limpiamos no somos menos productivos –al contrario, trabajamos más para lograr combinar esas labores con las habituales–, sino que no se nos nota porque no facturamos por hacerlas y porque la cocina dura limpia un tiempo pírrico en relación con el que nos gastamos limpiándola. ¡En fin!
El hecho es que esta vivencia, aun habiendo tomado desde hace varios años la decisión de pagar el servicio doméstico por encima del salario mínimo, me ha hecho pensar en revaluar el costo de dicho servicio. Preguntarnos qué porcentaje de nuestros ingresos lo podemos obtener gracias a que no tenemos que ocuparnos de limpiar nuestra mugre sería un buen punto de partida para pensar en lo que realmente vale una hora de limpieza o de preparación de comida. ¿O en cuánto lavaría usted un baño ajeno si no supiera hacer lo que hace para ganar plata?
El servicio doméstico en Colombia emplea alrededor de 700.000 personas, de las cuales el 93 % son mujeres. El 70 % de ellas son madres, muchas a temprana edad, son cabeza de hogar, no han cursado más de quinto de primaria y sufren violencia doméstica. ¿Qué les pasaría si ganaran mejor y tuvieran más tiempo para cuidar a sus propias familias? Lo pregunto con la ilusión de que la respuesta no sea retórica, pero sé que estamos lejos del nivel de conciencia requerido para contestarla con justicia. Tanto, que como me explica Salua García Fakih, cofundadora de Symplifica, no obstante el avance en formalización del trabajo doméstico, solo el 14 % de las empleadas están afiliadas a la seguridad social.
Esta precariedad se explica en que muchos ven el servicio doméstico como un favor que le hacen a alguien a quien ubican en nivel de zarrapastroso. No exagero, solo vean de la página 14 en adelante esta cartilla de la Escuela Nacional Sindical, ¡Vergüenza!
Conozco casos de personas que se abstienen de remunerar mejor a sus empleadas del servicio doméstico con el argumento de que no podrían pagar el aumento que ello implicaría en el costo de la seguridad social. Si eso es cierto, valdría la pena que el Gobierno hiciera un piloto para evaluar el impacto en la calidad de vida de familias de empleadas domésticas, cuyos empleadores puedan seguir cotizando a salud y ARL por el salario mínimo, aunque les paguen más.
Claro que habría que hacer otras cosas, pues, como explica Salua, “la escasa educación financiera y las altas necesidades de estas mujeres las hacen adictas a los préstamos”. Dicho piloto, entonces, debería propiciar las condiciones para que el aumento del ingreso surta el efecto esperado, como facilitar horarios de estudio, asesorar en manejo del dinero, escuchar para advertir posibles afectaciones de sus derechos y orientarlas. Es decir que parte del ‘paquete’ de ofrecer un empleo doméstico implique un ejercicio de responsabilidad social familiar.
Nota: En la ‘nueva normalidad’ en la que nos dejará la pandemia, los uniformes de dotación deben ser especiales. Cotizo en Domésticas de Colombia un traje de bioseguridad por 100.000 pesos. Sugiero pagarles transporte particular y que, para minimizar ese gasto, pactemos, sin reducirles el sueldo, que trabajen menos días a la semana, quizá en jornadas un poco más largas. A fin de cuentas, con el confinamiento, debemos quedar hechos unos duros en tender camas y recoger desorden, y nos parecerá ‘deli’ almorzar mañana de lo que quedó de hoy. ¿Cierto?
Claudia Isabel Palacios Giraldo