Hatshepsut, la faraona

Hatshepsut solo por ser mujer tuvo que empeñarse más en demostrar su capacidad de liderazgo.

Estos días de descanso me han traído a Egipto y con ello me he encontrado con la historia de una mujer que desconocía: Hatshepsut, una de las pocas mujeres que gobernaron el Antiguo Egipto. Es decir, no fue poderosa solo por ser la esposa de un faraón, sino que fue faraona per se, y por 22 años.

Para mí es ineludible conectar los detalles de cómo lo logró con las reflexiones sobre equidad de género que me hago permanentemente, sobre todo cuando es tan evidente que los derechos de las mujeres hay que defenderlos aún después de ganarlos, pues se pueden perder al primer descuido, como acaba de pretenderlo –por fortuna sin éxito– un grupo de médicos cristianos cuya demanda al uso de la mifepristona (una de las píldoras que se usan para abortar) fue evaluada este martes por la Corte Suprema de EE. UU

Compartiré entonces algunos aprendizajes sobre Hatshepsut, sin el ánimo de fungir como egiptóloga, pues solo me baso en lo que he visto y conversado en pocos días, contrastado con algunas lecturas previas al viaje, sin mayor rigor que el que atañe al propósito de disfrutarlo más.

Si bien la faraona famosa es Cleopatra, 14 siglos antes de ella gobernó Hatshepsut, cuyo vasto legado ha dado para conclusiones poco científicas, como la que reseña Elizabeth Wilson en el artículo que escribió en 2006 para National Geographic. Cuenta que el historiador Alan Gardiner dijo en 1961 que el poder real detrás de Hatshepsut fue Senenmut, arquitecto de los enormes monumentos y estatuas del brillante periodo de la faraona, con el poco científico argumento de que “ninguna mujer por más carácter viril que tuviera pudo haber hecho tales cosas con éxito sin un apoyo masculino”.

Lo que sí se puede decir con certeza científica es que el legado de Hatshepsut fue intencionalmente borrado. Tanto es así que las primeras huellas de su existencia se encontraron apenas a finales de los años 20 del siglo pasado, incluso luego de descubiertas las de algunos de quienes gobernaron después de ella, como el famoso Tutankamón.

El responsable de querer eliminarla de la historia habría sido su sucesor, Tutmosis III, quien era a la vez su sobrino-hijastro, pues era hijo de su esposo, Tutmosis II –quien además era su medio hermano–, y de una de las concubinas de este. La razón sería, dicen unos, que Hatshepsut no lo dejó gobernar, pues ella inició su periodo como faraona cuando él era muy niño, en calidad de regente, y siguió gobernando aún cuando él tuvo edad para ejercer el cargo. Pero en esas épocas de dioses, los sacerdotes consideraron que Hatshepsut era descendiente directa del dios Amón, quién habría usado a su padre para fecundar a su madre, con lo cual no tenía por qué entregar el ‘faraonato’.

Usurpadora o heredera divina, es claro que Hatshepsut solo por ser mujer tuvo que empeñarse más en demostrar su capacidad de liderazgo para ejercer un cargo para el que estaba mejor capacitada, como bien lo destacan los entendidos sobre los resultados de su periodo: fue un tiempo de paz y prosperidad económica, pues Hatshepsut no se enfocó en hacer crecer el imperio haciendo guerras sino en fortalecerlo comercialmente con intercambio de riquezas, como algodón egipcio por oro de Somalia.

Mención aparte merece lo que hoy sería llamado masculinización del liderazgo femenino, pues Hatshepsut optó por usar la barba postiza que usaban los faraones varones. A juicio de algunos historiadores, esto no fue con la intención de ocultar que era mujer, pues de hecho en sus estatuas son claras las formas femeninas, sino de enviar un mensaje que hiciera incuestionable su autoridad.

Solo por si acaso… estamos hablando de tres milenios y medio atrás, pero qué parecido suena a historias de hoy.

Claudia Isabel Palacios Giraldo

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