La resignificación de las palabras

El reto es esforzarnos más tanto para hacernos entender como para entender a las demás personas.

Comparto que cada vez se hace más difícil comunicarnos a raíz de la tendencia a hablar de una manera políticamente correcta, promovida principalmente por grupos de población que han estado históricamente en las márgenes de la aceptación social: negritudes, indígenas, LGBTIQ+, mujeres, etc. Pero así como considero que estas poblaciones debemos asumir el reto de que la lucha por el reconocimiento de nuestros derechos no lleve a complicar el lenguaje y a radicalizar a las contrapartes, también creo que esas contrapartes deben hacer un esfuerzo por entender las razones de los cambios en la forma de hablar y en el uso o desuso de algunos términos.

Propongo empezar por tomar conciencia de que nos encontramos en una torre de Babel, ya no por el surgimiento de los idiomas sino por la resignificación de las palabras. Esto nos reta a esforzarnos más tanto para hacernos entender como para entender a las demás personas. En este sentido, quizá una buena práctica para hacernos entender sea mencionar lo que no queremos significar con lo que decimos, como una manera de conceder que somos conscientes de que en estos tiempos en los que el lenguaje parece siempre ambiguo podemos ser malentendidos. Y en cuanto a empeñarnos en entender a las demás personas, podría ser una sana práctica preguntar antes de reaccionar para cerciorarnos de si lo que estamos entendiendo es lo que en realidad el o la interlocutora quiso decir. Entiendo que ambas prácticas suenen utópicas de aplicar en las formas más relevantes de comunicación hoy en día, como los chats, los trinos y otras publicaciones de redes sociales, así que si a alguien se le ocurren unas más viables, por favor, que las sugiera.

Hablo de esto porque justo en este mes he sido testigo de varios desencuentros por causa del uso del lenguaje que, a mi juicio, terminan sepultando o desviando conversaciones sobre problemáticas que no deberíamos aplazar. Por ejemplo, si bien está casi en nuestro ADN referirnos al 12 de octubre como Día de la Raza, pasar a hablar de esta fecha como el Día de la Diversidad Étnica y Cultural, en concordancia con la resolución que emitió en ese sentido el gobierno Duque en mayo del año pasado, no debería concitar que alguien se sienta amenazado en su identidad o fastidiado. Deberíamos aceptar ese cambio como hemos ido aceptando otros propios de la evolución de la sociedad: la eliminación del castigo físico como forma de crianza, que los hombres lleven el pelo largo o que las mujeres usen pantalón. De la misma forma, la controversia por el uso de la palabra ‘niñas’ para referirse a las jugadoras que le acaban de dar a Colombia el histórico paso a la final de un mundial de fútbol la podemos abordar entendiendo que decir niña en este contexto puede ser la manera de expresar admiración por haber logrado algo tan grande a pesar de ser tan jóvenes, así como una forma inconsciente de minimizarlas, dado que hay quienes las llaman así que no dirían la palabra ‘niños’ si se tratara de varones en su misma categoría, la sub-17. Además, estas jóvenes están en una edad en la que legalmente son consideradas niñas por ser menores de 18 años, pero en la que evidentemente no son iguales a una persona de sexo femenino menor de 12 años, que es la edad en la que varias organizaciones fijan el límite entre la niñez y la adolescencia.

En ambos ejemplos lo importante no es el lenguaje per se, sino el respeto por la diversidad y la inclusión en el primer caso, y el reconocimiento de condiciones laborales, entre otras cosas, en el segundo. El reto es que los/as quisquillosos de los cambios del lenguaje entiendan que este es un medio que contribuye a alcanzar esos fines –fines que seguramente ellos/as apoyan– y que quienes tenemos esto claro lo hagamos ver de manera que sumemos adeptos en vez de detractores.

Claudia Isabel Palacios Giraldo

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